La Casa Floreada

Había dejado la casa a los veinte años, cuando finalmente tuvo la suficiente estabilidad económica para irse de allí. Le daba mucha pena dejar a su madre sola con ese borracho, pero le prometió que iría a verla cada vez que pudiera, incluso sacarla de ahí, aunque su madre estaba determinada a vivir el resto de su vida con él.


Estar parada frente a esa casa significaba que su madre ya no estaba, y tampoco ese pedazo de mierda que vivía con ella.


Al pisar esa casa, el estómago se le revolvió. Tuvo que sostenerse del abdomen para no vomitar. Tantos recuerdos, tantos malos recuerdos la invadieron. ¿Por qué tenía que estar ahí?


A su lado, el abogado la esperaba para que reconociera la propiedad y firmara los documentos que permitirían entregarla al Estado. No quería nada de eso. No quería saber de esa casa.


Con mano temblorosa, giró el pomo y entró. La casa, al parecer, había sido limpiada. Las paredes estaban recién pintadas. Su madre no le había mencionado nada de aquello. Todo estaba nuevo.

Al llegar a la cocina, notó una pared que no había sido pintada.

En ella estaban los dibujos que había hecho cuando era niña. Incluso las marcas donde su madre medía su altura, cada vez que crecía uno o dos centímetros más.

¿Por qué había dejado eso ahí, intacto?

¿Por qué, si había remodelado todo lo demás?


El corazón se le encogió. Su madre… no quería haberla dejado, pero ese ambiente era ya insoportable para ella. Y muy dentro de ella, tuvo coraje, coraje por haber elegido quedarse con ese hombre.

Se llevó una mano al pecho; sentía un leve punzón.


El abogado le preguntó si estaba bien. Ella asintió.

Simplemente se sentó, justo donde su madre solía hacerlo.

Y aunque el sofá ya no olía igual, ella aún sentía el olor de su madre.


Entonces llovieron sobre ella pequeños destellos. Recuerdos buenos, escondidos en lo más profundo de su mente. Tal vez en el inconsciente.

Todos esos momentos sepultados bajo años de miedo y rabia, desde que ese hombre llegó a sus vidas.


Sus comisuras comenzaron a caer. Estaba conteniéndose para no llorar. Sus manos y hombros temblaban. El abogado fue a la cocina a traerle un poco de agua. No entendía qué ocurría, pero estaba atento a ella y honestamente, se lo agradecia en silencio.


Bebió el agua, dejó que le refrescara la garganta, y respiró un poco.

Es cierto: ahora la casa tenía más luz.

Se veía más florecida.

Más amorosa.


Ese hombre había muerto antes que su madre. Lo odiaba tanto…

Pero al menos, él se habio ido primero.


Su madre no vivió mucho después de eso.


Respiró hondo y siguió explorando la casa.

Todo se sentía diferente. Se sentía lleno de flores.

Flores que no estaban ahí, pero que le recordaban su infancia.


En ese momento, decidió enterrar la imagen de ese hombre.

Y dejar que florecieran los buenos recuerdos que tenía de su madre:

cómo la vio crecer, cómo la cuidó, cómo le dio vida.


Todo eso le llegó de golpe. Y agradeció.

Agradeció porque, en medio de todo, al menos había tenido una madre que se preocupó por ella.

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